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Tuesday, February 08, 2005

DIEZ SEGUNDOS

DIEZ SEGUNDOS
Nadie mira hacia arriba. Yo empecé aquella vez que me siguió la tortolita. Bueno, en el Polvoriento en realidad no hay gran cosa que ver: las ramas de algunos árboles viejos, postes de luz o cuartos de azotea sin el menor chiste, pero eso no pasó en el Polvoriento sino aquí. Yo andaba por los nueve años y preparándome para la primera comunión. Recuerdo a Doña Lucía, una señora gorda de cara estirada que nos daba el catecismo hablándonos pausadamente, cómo si no acabáramos de comprender el español. Usaba un tiple meloso y un chal tejido de color gris sin el cual, supongo, se sentiría desnuda. “Bueno niños, nos vemos el próximo jueves, si dios quiere”, decía al terminar. Tenía también un hijo menor que nosotros: Samuel, al que zarandeaba constantemente por andar retozando en el atrio de la iglesia. Se veía que le costaba un trabajo enorme no mentarle la madre en el recinto sagrado, pero fuera de ahí, el cabroncillo pagaba las habidas y por haber, lo digo porque vivían a cuatro casas de la mía y era común verla arreando a Samuel a reatazos hasta la puerta. Cuando nos encontrábamos en la tienda o en algún lugar donde hubiera gente mayor, siempre me preguntaba si había estudiado el librito de los rezos. “¡Ya dentro de tres meses si dios quiere hace su primera comunión!”, informaba luego a quienes les importaba un pito mi alma. Para ella no se movía una hoja del amate si dios no lo quería. “Si dios quiere con los fondos de la kermés vamos a poder arreglar el campanario... si dios quiere el domingo vamos a tener la junta con sus padres para ver lo de los pantalones”, decía taladrando nuestra paciencia cuando de acuerdo al reloj ya podíamos salir a echar las retitas de fut. “Bueno niños, nos vemos el próximo jueves si dios quiere”. Un día decidí que dios no tenía por que querer una chingada y no fui al catecismo. Luego me regañaron, pero yo había tomado la decisión, no Dios. “Dios nos da el libre albedrío para hacer cosas buenas y malas”, nos dijo luego la doña. “Pero siempre estamos en sus manos”. Si así era yo iba a hacer cosas malas, eso pensé hasta que pasó lo del Pichón. El Pichón iba en mi salón cuando fue atropellado por una camioneta a la que se le reventó una llanta. Nunca volvió a ser el mismo gordo culero que te echaba un gargajo en la tarea sin revisar. Regresó del hospital convertido en un muñeco de trapo sentado en una silla de ruedas. Su madre tenía que empujarlo hasta la sala los viernes en que la maestra Rosi nos llevaba a visitarlo. Dios no había querido que terminara la escuela. Eso me dio miedo. Siempre habría alguna camioneta pasando a mi lado, y habiendo escuchado a doña Lucía, quién me aseguraba que no sufriría las consecuencias de perder la fe en la omnipotencia divina. Como mis disertaciones llegaban hasta ahí, y no había regreso, busqué el amparo en algo más sencillo: el azar. Usarlo me convirtió además en una suerte de adivino. Si por ejemplo tenía que escoger entre salir a jugar y más tarde hacer la tarea, o al revés, echaba una moneda; casi siempre pedía Águila para salir, no me agradaba el Sol, se me hacía idiota, nunca vi uno del otro lado de las monedas. Si ganaba quería decir que aunque mi abuela dijera que eran primero las obligaciones, en ese momento las cuentas no me saldrían bien de todos modos, así que sacaba mi balón y me dirigía a las canchas. Si perdía, era señal de que el maestro las pediría a primera hora y yo no lograría terminarlas, o de que me torcería un tobillo, así que me ponía a trabajar. La Santísima Trinidad y yo estábamos por fin en contacto. Cuando empecé a echar dos de tres y luego tres de cinco, cambié de método. Entonces escogí a los pájaros. Para que mi nuevo sistema no fallara les daba sólo diez segundos para volar o quedarse, sin importar dónde estuvieran parados.
Pues ese día había venido con Verónica. Estaba afuera de la zapatería intentando no aburrirme mientras ella desesperaba a la dependienta probándose cincuenta mil modelos. Me senté en los escalones, junto a un pilar. En la banqueta de enfrente ya se ponía el señor ese del cilindro. Me quedé ahí un rato escuchando la música. El cilindrero se había quitado la gorra y le hacía pases a los peatones con esa mano, con la otra le daba vueltas a la manija. En un instante giré la cabeza, y a tres metros de mí, vi parada a la niña más bonita que yo había visto en mi vida. Ella miraba sin mucho interés los cristales del aparador, seguro matando el tiempo igual que yo. Imaginé que su madre y la mía debían estar haciendo sudar la gota gorda al ayudante de la bodega. Estaba divertido con esa idea cuando note que volteaba hacia mí, un poco cómo intrigada. Me sentí cómo un idiota hasta que sonrió, yo también sonreí. Ambos seguimos en lo que estábamos, pero a ratos nos sorprendíamos de reojo. Yo me puse nervioso, la situación me incomodó, me invadió el presentimiento de que debía hacer algo, pero por otro lado ¿que podía hacer? Bueno, a esa edad intercambiar tres frases con una desconocida parecía un logro aceptable, pero ¿qué haría? ¿Saludarla? Entonces recordé que no tenía porque angustiarme, podía buscar la clarividencia divina en los cables de luz. Miré hacia arriba pero no había ni un solo pájaro, así que me quedé ahí sentado escuchando el vals de Alejandra. Tras otro par de miradas y un coraje repentino me levanté y caminé hacia la esquina. Efectivamente, ahí, cerca de un transformador, hurgando con su pico bajo una de sus alas, estaba una tortolita. Como siempre hacía cuando ganar significaba arriesgar demasiado, supuse que perdería, y pude por fin decidir que un “¡hola!”, sería lo más conveniente. El desasosiego, producto de esa sensación cómo de que algo muy importante está por ocurrir, se apoderó de mí. Me quedé ahí parado unos segundos, luego aspiré profundo, miré al pájaro y conté para perder.
No sé que pasó con la niña, las únicas imágenes que tengo en mi cabeza son de Verónica caminando por las calles y yo detrás de ella con la cabeza levantada, observando como la tórtola hace piruetas junto a los edificios, revolotea unos instantes y termina posándose en una ventana, frente a nosotros, unos segundos antes de que ella, mi madre, se pierda en los pasillos de las plazas comerciales preguntando por zapatos del cinco y medio.

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