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Monday, January 18, 2016

Sobre la muerte de Lalo Tex.

Es muy triste la noticia de la muerte de Lalo Tex, no sólo para el alicaído rock nacional, sino para nuestra música en general. Lalo Tex es uno de esos personajes que resultan entrañables, por su talento y porque nunca levantó barreras entre su música y su público. El muñeco fue un poeta del pueblo, de la raza, un retratista de las penas de la cantina; de la soledad de las drogas en las banquetas; de los personajes peculiares de la vecindad; de la impotencia del desamor causado por no dar el nivel; de la frustración de no haber nacido gente bien. Un vocero de los outsiders del barrio, pero sin resentimientos ni reclamos lastimeros. No se trata aquí de mentar madres al sistema ¿para qué más mentadas a oídos tan acostumbrados y sordos?, tampoco se trata de hundirse en las penas, de inmolarse por el amor abandonado en medio de las botellas, como hizo José Alfredo, sino de reírse de sí mismo al borde del precipicio. Acompañante urbano de Rockdrigo González, pero desde algún ejido de Texcoco, Lalo Tex es quizás junto con Julio Haro y Chava Flores, uno de los músicos que mejor ha sabido manejar los hilos del humor y de la sátira, más aún: del autoescarnio. Burlarse de la propia imagen, de la propia fealdad, de la desgracia personal, de la pobreza que propició el abandono del ser amado, es un rasgo casi inaudito en el artista nacional acostumbrado al anhelo del Olimpo farandulero de las luces, el maquillaje y las cámaras; pero es también un deslinde, una declaración de principios: somos feos, pobres y abandonados, pero cábulas! Los cábulas entienden que no se trata de morir en el sentido estricto, sino de morirse sólo un poco, de sufrir riendo de uno mismo a falta de algo mejor, pero soltando una última broma como epitafio pasajero. Ya no quiero que regreses, ¡nomás quiero que me devuelvas el televisor! Es el reclamo del cábula abandonado. ¡Somos tan feos que resultamos guapos! ¡Somos los muñecos del rock! Que puede hacer uno como público sino subirse en ese mismo barco donde las penas con rock son menos. “No hacemos rock urbano, hacemos rock ejidal”, decían los muñecos en el programa de Paco Stanley. “Y en la compra del disco les vamos a regalar un elote”, les completó el conductor, que también sabía del humor. A veces rock, a veces ska, a veces reggae, a veces corrido, a veces blues, a veces un poco de todo, ese es el rock ejidal de Tex Tex. Todo interpretado por los tres elementos, a veces hermanos, a veces primos, con Lalo Tex cantando y tocando la guitarra con la solvencia de un Cerati poco reconocido por la pedantería de los rockstars mexicanos, de los hipstercillos tecnologizados y de los críticos atentos a las más nuevas y oscuras modas internacionales. Calada la tejana negra, con botas de tacón cubano y camisas a la última moda del tianguis de Chiconcuac, el atuendo de Lalo Tex se situaba más cerca de la música grupera que de Bo Diddley, las bromas a su parecido con José Guadalupe Esparza, celebradas en el escenario con alguna estrofa de Bronco, tampoco eran gratuitas, la imaginación del muñeco no escondía sus referencias. El carisma, igual que la belleza, está relacionado con la honestidad, los muñecos eran guapos por honestos, si el lugar del concierto era pequeño preferían esperar en una combi blanca que pasar a un camerino marginal, no usaban la sencillez como moneda de cambio, eran humildes porque lo demás era incómodo, estaban arriba tocando, pero abajo, uno se imaginaba conviviendo con ellos en un expendio de caguamas. Última trinchera de las penas callejeras, el rock urbano ha perdido a uno de sus más talentosos elementos, pero hay que insistir, no sólo el rock urbano, sino la música de este país. Ojalá que aquellos que no han escuchado su música se acerquen a ella, ojalá que el rock nacional a secas pueda recapacitar y recuperar algo de la magia del rock ejidal que nos dejaron los muñecos, ojalá la escena reconozca a Lalo Tex como lo reconocemos nosotros, los que bailamos, brincamos y gritamos sus canciones en estadios, bares, deportivos y auditorios. ¡Hasta siempre Lalo Tex!

Saturday, December 19, 2015

Reparadores de cosas

           Reparar cosas ha caído en desuso, la industria de lo desechable abarca ya desde los enseres domésticos hasta la fabricación de autos. El afilador de cuchillos que anteriormente daba colorido a las calles con su silbato, es hoy un personaje tan mitológico como el unicornio. Si algo se descompone se reemplaza, una computadora, una mochila, una relación amorosa, etc. Sin embargo hay gente que aún se llega a encariñar con sus cosas y las lleva a reparar. 
          Desgraciadamente yo soy una de esas personas. Por supuesto la miseria ejerció un papel importante en esta condición, pero además está el hecho de que me cuesta un enorme trabajo elegir a la hora de comprar, lo que me gusta ya no se vende y cuando se vende no tengo dinero, así que termino gastando mis pesos en cosas etéreas y remendando lo que traigo puesto. Con esta intención tomé unas botas que tenían la suela gastada y las llevé al taller de reparación de calzado. Una vez ahí me dijeron que podían hacer el trabajo pero la dejarían con otro tipo de tacón. Como me gustan los tacones de mis botas decidí probar suerte en los demás talleres que había en la calle. En el segundo negocio me dijeron que podían fabricar una suela y un tacón del mismo tipo en madera, pero me costaría el doble. En el tercero me dijeron que sí podían hacerlo y poner el mismo tipo de tacón sin costo extra ni fabricación especial. Cómo sé que a veces suceden malos entendidos le repetí a la esposa del maestro reparador lo que me había dicho, pero a modo de pregunta: “¿Pueden poner el mismo tipo de tacón que trae la bota…etc.?” Me contestó que sí, que regresara el martes. Dejé el anticipo y regresé el martes. “No están listas sus botas porque no había del mismo tacón”. Me dijo la señora y me enseñó mis botas sin suelas. “Pero podemos ponerle estas”. Entonces me mostró las mismas suelas que me habían ofrecido en el primer taller con los mismos tacones que no me gustaban. Pensé en hacer lo que dicta el sentido común en este país y aceptar con resignación las suelas y tacones deformes. Pero un espíritu combativo se apoderó de mí y exigí una explicación de lo sucedido. “No había tacones como esos”, me repitió.
-Pero yo le pregunté si había y usted me dijo que sí.
-¡Y yo cómo voy a saber si hay!
- ¡Porque es su trabajo, oiga!
            Estuvimos un rato discutiendo quién había tenido la culpa hasta que llegó un joven ayudante y dijo: “le podemos hacer una suela y un tacón en madera igual al que trae, pero le va a costar más caro”. Cómo ya había dejado la mitad del dinero como anticipo y yo no sé poner suelas, acepté. Me salió más caro que en el segundo taller. Al salir de ahí todavía pude escuchar la indignación del maestro reparador: “¡Dile que si no le gusta le ponemos de nuevo la suela que traía y asunto arreglado!”
            El segundo ejemplo de las penurias de llevar a reparar cosas me pasó cuando me di cuenta de que un eliminador de corriente de un aparato que uso se había estropeado. Debo decir que ya se había estropeado antes y que cuando fui a comprar uno nuevo no lo tenían, por lo que me ofrecieron soldarlo. Lo hicieron y funcionó por dos años. Pues lo volví a llevar al mismo lugar con la intención de que lo soldaran otra vez. Lo soldaron e incluso sustituyeron el tubito de la conexión con uno plastificado para protegerlo de nuevos percances. Llegué muy contento a casa, conecté el eliminador al enchufe y cuando quise conectar el cable al aparato la conexión no entró. El calibre de la nueva conexión era más grueso.

            Por último llevé a reparar mis gafas oscuras modelo aviador que compré hace más de diez años. Son imitación de una marca muy famosa y me costaron lo que valen un par de refrescos, pero me gustan. Se les había desprendido una patita que yo traía conmigo, sólo faltaba el tornillo. Sin embargo para el taller de óptica ponérsela era una tarea casi imposible por varias razones. La primera es que se le tenían que cambiar a fuerzas las patitas, la segunda es que ya no había de esas patitas y había que traer unas similares de la capital, y la tercera es que no sabían qué tipo de resultado se iba a obtener con eso ni tenían referencias de las patitas que iban a mandar traer. Además iban a salir tan caras como el viaje a la capital más el costo de las patitas y la mano de obra. Guardé mis gafas en la mochila y me olvidé de ellas hasta un día en que en la calle Madero, a unos pasos de la Plaza de la Constitución, un tipo gritó que se reparaban lentes. Le dije que yo tenía unos que quería reparar. Se acercó mirando a todos lados como si hubiera yo dicho que quería comprarle metanfetaminas y me condujo rápidamente al interior de un edificio, una vez ahí y mientras esperábamos al elevador le mostré mis gafas y le pregunté si tenían de ese tipo de patitas. Me dijo que sí. Subimos, llegamos a una óptica llena de gente, le explicó al técnico en qué consistía el trabajo y luego salió apresuradamente del cuarto. Me acerqué al mostrador y pregunté si tenían las patitas de ese modelo, me dijeron que sí. Esperé en un sillón, me llamaron, me dieron mis lentes con unas patitas distintas, pagué, recogí mis gafas y mis patitas usadas, guardé todo en la mochila y salí de ahí.

Tuesday, February 10, 2015

Estéticas.

      En los tiempos en que yo era niño, cuando estaban a punto de terminar las vacaciones de verano y había que empezar con los preparativos para el regreso a clases, uno de éstos era cortarme el cabello. Llegaba yo con mi padre a una peluquería, saludábamos al peluquero y esperábamos; mi padre leyendo el diario deportivo y yo mirando la televisión. Luego me sentaba en un cajón de madera que ponían sobre la silla y me cortaban el pelo como deben traerlo los niños de la primaria. Los hombres íbamos a las peluquerías y las mujeres al salón de belleza. La niñas desconozco a dónde iban.
      Pasó el tiempo y a algún visionario empresarial se le ocurrió que el salón de belleza y la peluquería podrían estar en un mismo lugar, así que rentó un local, puso las secadoras de cabello, las palanganas para la manicura y las sillas de peluquería; pero ya no los diarios deportivos ni los cilindros de espirales azules y rojos. En lugar de eso compró vitrinas y las llenó con champús; luego subió los precios y colocó un letrero en la entrada que decía: "Estética unisex". Como toda innovación quizás al principio fue un concepto incomprendido, pues finalmente cortarse el cabello era uno de los pocos momentos que el matrimonio tenía para relajarse y descansar uno del otro, pero el capitalismo, que no se detiene en consideraciones humanitarias, pronto encontró la solución: contratar estilistas, quienes ya para entonces estaban egresando de las flamantes academias armados con ideas de vanguardia. Esto con el tiempo fue un exitazo, pero como toda revolución, trajo como consecuencia una serie de desencantos que hasta la fecha no paran. El primero fue que las peluquerías que sobrevivieron se fueron transformando en recintos solemnes pero anacrónicos y con atmósfera melancólica. Los peluqueros se hicieron viejos, los clientes que ya eran viejos se hicieron más viejos, los rastrillos desechables jubilaron a los barberos y los niños adquirieron derechos, se revelaron y se largaron con sus hermanas mayores a las estéticas. Hoy nomás se animan a entrar a una peluquería aquellos que tengan ganas de platicar del Zacatepec del Harapos Morales.
      Pero en las estéticas, a pesar de lo que se cree, no todo es felicidad, porque ante el éxito del concepto vino la competencia feroz. Se rentaron locales más grandes, se instalaron espejos de foquitos de camerino, se ofrecieron servicios más especializados y posmodernos como uñas con figuras, luces color morado (antes llamados rayitos), manicura y faciales para hombres, etc., los estilistas que no eran gays tuvieron que fingir serlo so pena de ser desterrados a las peluquerías; los precios subieron más y las estéticas que se fueron quedando rezagadas por no poder ofrecer la infraestructura de la exclusividad, se transformaron en estéticas unisex de clase B, que son un limbo entre las peluquerías y las estéticas de las plazas comerciales.
      Estas estéticas que son más modestas en sus servicios (y que llevan por nombre "Lupita", "Teresa" o como se llame la dueña) son por lo mismo más accesibles para el varón acomplejado que no quiere que algún conocido lo salude a través del cristal mientras está sentado en medio de señoras con papel aluminio en la cabeza. A una de esas es a donde fui hoy a cortarme el cabello, por cuestiones que no vienen al caso, y con los resultados de siempre.
      Hacía cinco años que no me cortaban el cabello, porque durante ese tiempo me lo corté yo por dos razones, la primera es que me di cuenta de que cortar mi cabello no tiene ningún chiste, pues se esponja en mechones que pueden ser eliminados a discreción con unas tijeras vulgares dejándome un aspecto intelectual y distinguido como el de Juan José Arreola. Y la segunda es porque luego de abandonar las peluquerías donde no había otra cosa que el casquete corto, descubrí que padezco una imposibilidad irrevocable para establecer comunicación con las estilistas. Al principio pensé que era porque en las estéticas se usaba un argot peculiar y juguetón que variaba cada cierto tiempo y que yo desconocía, que si por ejemplo decía yo "despunte", significaba en ese momento histórico de la moda cortar tres cuartas partes y dejar unas puntitas de dos centímetros, o que si decía: "con patillas" estaba en realidad dando la orden de rasurar las patillas, o que "corto" significaba a la mullet y pedir a la mullet era quedar con un mohicano, etc. Pero el hecho es que hace un tiempo me sucedió lo siguiente: había quedado de verme con una amiga y ella se había retrasado en la estética, así que hasta ahí llegué yo a ver revistas. Mientras la esperaba ella me sugirió: "¿Por qué no aprovechas y te cortas el pelo?" Yo pensé que no quería cortarme el cabello, pero atendí a la indirecta y contesté que sí, que era buena idea. Entonces cuando la estilista me dijo: "¿Cómo lo vamos a querer?" Se me ocurrió pedirle una de las revistas donde venían fotos como de archivos policiacos, de frente, perfil y tres cuartos, nomás que de gente más atractiva. Le señalé el corte menos extravagante y laborioso a la estilista, luego ella me miró con una sonrisa como de capitán de meseros que aprueba el buen gusto del cliente en la elección del vino, me puso el babero, apretó las jaretas, mojó el cabello y empezó a cortar. Debo aclarar que una vez que la estilista hace eso por alguna razón me quedo mudo, así que goza de total impunidad. Al final ni mi cabello ni yo nos parecíamos en absoluto al joven apuesto de la revista. Otra cosa que no sé cómo responder es cuando preguntan: "¿Quiere que le seque el cabello con la secadora o lo quiere húmedo? ¿Qué tan húmedo? ¿va a querer que le aplique alguna cera?".


Imagen del maestro Juan José Arreola.

Wednesday, February 22, 2012

De nombres de perros


En los tiempos en que mi abuela era una mujer madura, era muy mal visto ponerle nombre de persona a un perro. El perro de mi abuela se llamaba el trapo, luego vino el pillín y después la paloma, (solovino y firulais ya estaban en desuso desde entonces). En la ciudad los perros se llamaban: pinto, pirata o muñeca. La gente era gente y los perros eran perros. Hoy en día las tendencias se inclinan por nombrar a los perros como se nombran a las personas: felipe, martín, martha, olga; y ya casi nadie se ofende porque un perro sea su tocayo. Pero más allá de herir susceptibilidades, esto puede traer algunas consecuencias desagradables, por ejemplo aquel que durante una fiesta grita: “Martín, deja eso! Y luego aclara: no tú no, le hablo al perro, tú estás bien, salud!” O la señora que en la fila del banco comenta en voz alta: “Ya no sé que hacer con Martha, se volvió a meter al baño y se tragó unos papeles!” O peor aún: aquel que corre por la banqueta y cuando un vecino le pregunta qué le preocupa le contesta: “dejé la puerta abierta, se salió Felipe a la calle y no lo encuentro, tiene tres años y es de pelo cafecito!” Acto seguido el vecino saca su teléfono y le llama a una patrulla. Además de estos incidentes, que los perros tengan nombres de personas ha traído como consecuencia una especie de transfiguración colectiva, que ha sido rápidamente aprovechada por los tiburones de la mercadotecnia para inundar el mercado con productos surrealistas para perros humanizados. Así, hoy podemos encontrar champús vitaminados, juguetes desestresantes, suéteres de cuello de tortuga; y en el ramo de los servicios: estéticas de lujo, spas y hoteles para perros. Mi perrita Candy por ejemplo come croquetas balanceadas en grasa y nutrientes y yo como tacos de diez pesos. No sé si todo esto sea otra influencia de la cultura norteamericana, donde los hijos abandonan el nido apenas aprenden a manejar, y los padres compran perros para sustituir a los hijos que se están emborrachando en la escuela, o sea producto de la planificación familiar, o ambas cosas. Lo cierto es que estamos malcriando a nuestras mascotas. Yo por más que tato de seguir los consejos del Encantador de Perros (la máxima del programa es: hay que educar a los dueños) no puedo evitar caer en la manipulación y termino subiendo a Candy al sofá. Quizás en algún futuro cercano los perros empiecen también a gozar del linaje humano adoptando los apellidos de los dueños. Así, podremos escuchar cosas como: “La señorita Slim viene por estética, baño, corte de uñas y vacuna antipulgas. Atiéndanla bien por favor”, o quizás la voz del señor que llega del trabajo y pregunta: “Ya le dieron sus croquetas a juan Nepomuceno Silva-Herzog?” 

Monday, May 31, 2010

EL ENCUBRIMIENTO PEDAGÓGICO.

Si nuestros ancestros, hace cinco siglos, en lugar de confundir a los españoles con dioses, los hubieran tomado por extraterrestres, quizás no estaríamos como estamos, porque a fin de cuentas aquellos hombres barbados venían de un lugar que estaba fuera del mundo, que en ese momento histórico terminaba en las playas del golfo y del pacífico, pero no tenían capacidades sobre humanas. Al poco tiempo, los invasores empezaron a llevarse el oro y a las princesas nativas, y fue entonces cuando los aztecas se dieron cuenta del error, pero ya era demasiado tarde y esta equivocación se convirtió en un tabú. Este pecado original ha dado origen a una peculiar característica de nuestra cultura: El Encubrimiento Pedagógico. El cual consiste en que una vez que un personaje ha sido ungido como prócer (ya sea por el hecho de cargar una piedra en la espalda y quemar una puerta con una antorcha o soltar un cañonazo y derribar otra), es deber patrio conservarlo como imagen inmaculada para el resto de los días. Esto da como consecuencia lógica una lucha entre la historia y el estado, es por eso que prácticamente ningún mexicano en edad escolar entiende por qué si nuestros héroes era buenos, andaban peleados unos con otros (los villanos están mejor definidos). Así pues, la vida de nuestros héroes vista desde el enfoque oficial es vida de santo, y de santo brillante además. En los terrenos de la historia, en lugar observar el error y asumirlo, hemos sido educados para transfigurarlo y obtener de él un ejemplo de lucha, motivo por el cual no hemos podido avanzar como sociedad. Lo anterior lo comento porque se avecina el mundial de futbol y vienen a mi cabeza recuerdos de nuestros cronistas deportivos soltando frases como: tuvimos una participación decorosa, mostraron el carácter, o: los penales son un auténtico volado. Personalmente, nunca he creído que aquellas derrotas contra Alemania y posteriormente contra Bulgaria (ambas traumáticas para mi generación), hubieran sido producto de un insondable mecanismo del destino, porque para empezar se trataba de un partido de futbol, no de una cita entre dos equipos para tirar penales. No tuvimos la capacidad técnica para ganarles en la cancha, y tampoco para ganarles en la tanda de penales (varios ni siquiera tuvieron dirección de portería), si mostraron el carácter o la participación fue decorosa son consideraciones ante las cuales cada quién pone su rasero, pero de que no tuvieron la técnica, ni la preparación mental, de eso no me queda duda. Sin embargo, luego de ochenta años de participaciones mundialistas, nuestra táctica sigue siendo prácticamente la misma: echarle todas las ganas, morirnos en la cancha (y eso es lo que hacemos), o cómo decía Javier Aguirre en su primera etapa: salir y poner en el partido los arrestos necesarios (ahora ya dice güevos en lugar de arrestos). Estas declaraciones de primera mano no suenan mal, pero dan como resultado que nuestros jugadores se la pasen corriendo detrás de la pelota, y que cuando por fin la tienen vuelvan a correr hasta chocar contra algo, y luego le tiren una patada a eso contra lo que chocaron, y luego le reclamen al árbitro, y luego increpen al rival que está tirado sobándose el tobillo, todo esto es lo que al parecer se entiende como echarle ganas, morirse en la cancha, y tener arrestos. Javier Aguirre no se ha dado cuenta de que tiene en las manos una generación valiosa, pero además parece no observar que los ingleses, los holandeses, los alemanes, y en general todos los países que participarán en calidad de Potencia, son más altos, más fuertes, y que provienen de ligas cuyo nivel de competencia es muy superior a la nuestra. Si yo fuera Aguirre me detendría un momento, y buscaría echar mano de la experiencia que tienen varios de nuestros jugadores en estas ligas europeas, evitando mandarlos a morirse en la cancha. Habría que elaborar una estrategia que al menos diera como resultado un mayor porcentaje de tiros al arco rival, porque eso de mantener la posesión del balón no sirve para nada. Es muy difícil decir que vamos a ser campeones del mundo, como es difícil decir lo contrario, sean quienes sean los que nos representen. La esperanza es intrínseca al sentido de pertenencia: creo porque de alguna manera formo parte, aunque a veces uno ya no quisiera. Y es en esos momentos de lucidez que me pregunto: ¿cómo será esta vez? ¿Con otro golazo en tiempo extra?, ¿un descuido defensivo? ¡En penales! “Así no duele”, comentó Valdano cuando Holanda echó a Argentina con aquel pase de De Boer a Dennis Bergkamp, pero sí dolía, siempre duele, sólo que duele menos cuando se ha jugado a algo. Ojalá no sigamos cometiendo los mismos errores, al menos tendríamos que cometer otros, si nos toca jugar contra Francia, Inglaterra, o Alemania tenemos que darnos cuenta de que no son dioses, son simplemente extraterrestres.

Monday, May 17, 2010

REMI

Hace unos días, una mujer de mi edad relataba algo que le había ocurrido recientemente, no recuerdo que era, pero sí recuerdo que usó la siguiente expresión: “…Y yo así ya con el ojito de Remi, me le quedé mirando…”. Yo que hasta ese momento estaba pensando que no tenía calcetines limpios, solté una carcajada solidaria, la cual no fue secundada por el resto de los interlocutores, la mayoría más jóvenes. Esto me ha llevado a pensar en la validez de usar expresiones provenientes de referencias que hoy en día parecen insondables, pero que de alguna manera han seguido en la mente de una generación anacrónica, la mía. Para analizar el punto es necesario analizar la fuente. No tengo el documento a la mano, sé que venden la serie completa afuera de algunas estaciones del metro, pero como no había pensado en hacer un análisis del caso hasta hoy, lo haré confiando en los alcances de mi memoria. Remi es la historia de un niño francés que vivía en la aldea de Shavanof o Shavanov (debido a que no estoy seguro de los nombres ni conozco el francés, usaré el sistema fonético para referirme a ellos tal y como los recuerdo). Su entorno familiar parece salido de una película de nuestro cine de oro: madre abnegada y trabajadora, padre ausente, que un día se aparece y resulta alcohólico y golpeador, comida miserable: baguetes con café. La voz de un declamador profesional irrumpe en off de vez en cuando para ponernos en contexto diciendo cosas como: “A pesar de todo, Remi se sentía feliz, pasaba largas horas en el campo en compañía de su vaca, y soñaba con ayudar a su madre”. Casi de inmediato nos enteramos, (por culpa del padre, que se la pasa renegando de su pobreza), de que Remi es en realidad un hijo adoptado por esta familia. No obstante la madre, lo quiere como al hijo que nunca pudo tener: “¡dime mamá!”, le dice. “¡Mamá!”, “¡más fuerte!”, “¡MAMAAAÁ!”. Una mañana al padre se le termina el dinero para el alipús, y como si estuviera dando el pie para un corrido de los Tigres del Norte, decide vender al hijo por unas monedas. El comprador es un artista ambulante llamado: el Señor Vitalis, quien además de cargar un arpa, se hace acompañar de un mono capuchino vestido de botones: Corazón Alegre, y de tres perros vestidos de humanos: Dulce, Cerdino y Capi. Una vez cerrada la transacción el señor Vitalis se aleja de la aldea con el pequeño Remi a rastras, el padre va a la tienda por más vino, y la madre llega a la choza cansada de lavar ropa ajena. Cuando ella se entera de lo que ha sucedido sale corriendo por una ladera a buscar a su hijo, grita, llora, pero es demasiado tarde, sólo se escuchan las campanas de la iglesia del pueblo. Remi ha desaparecido y quién sabe qué peligros le esperen. El terror que me embargaba a los ocho años después de haber visto esto, se convertía en una especie de azoro al escuchar la canción con que cerraba la serie, empezaba más o menos así: “tun tun tun tun caminar, tun tun tun tun a correr, tun tun tun tun caminar, juntos por el camino, brinco, salto y corro, feliz por los campos, todo es muy hermoso si lo sabes ver…”. Recuerdo que por un tiempo no soportaba escuchar las campanas de la iglesia. La historia continúa con la compañía ambulante del Señor Vitalis presentándose por varias aldeas. Remi empieza por tocar el pandero y hace piruetas mientras el señor Vitalis toca el arpa, los perros bailan en dos patas y el mono pide dinero a la gente con una tacita. Remi llora por las noches, y recuerda a su madre tendiendo la ropa. Esto sucede en la Europa del siglo antepasado, así que igual que en la época de nuestro cine de oro, la policía no puede hacer nada ante los reclamos de la madre. Sin embargo el señor Vitalis a pesar de ser tratante de personas y explotador de menores, resulta que no es mala gente, ni pederasta, comparte con Remi las ganancias y el baguete. Según recuerdo, siempre comen baguete y envuelven los sobrantes en un pañuelo para luego guardarlo en unas mochilas de cuero. Cuando una función se arruina por alguna razón, digamos un aguacero repentino que dispersa a la gente, la compañía Vitalis regresa al hotelucho donde se hospedan, el señor Vitalis abre la mochila, saca el pedazo de baguete, lo desenvuelve, lo parte, y reparte los pedazos entre todos, incluidos los perros y el mono, porque todos comen baguete. Remi con el paso del tiempo se va acostumbrando a su nuevo oficio y hasta le agarra el gusto (de ahí la canción que canta al final), ahora viste un chalequito negro y usa un sombrero de ala ancha con pluma de pachuco, pero cual si fuera un paisano del otro lado del río, siempre sueña con regresar a la aldea y volver a estar con su madre. Un día el señor Vitalis enferma de tuberculosis, y Remi aprovecha para dar el rol con los perros y llega hasta un barco llamado el Cisne, donde conoce a una señora ricachona que a la postre sabremos es su verdadera madre, pero como en ese punto ni Remi, ni nosotros sabemos eso, la cosa continúa con que regresa Vitalis y decide llevar a Remi a su aldea. Justo entonces una feroz nevada les cierra el paso y los acorrala en un risco. Para empeorar las cosas los acecha una manada de lobos. Dulce, la French Puddle será devorada y Cerdino morirá al intentar defender al grupo, Corazón Alegre morirá después, provocando un trauma indeleble a quince millones de niños. Aplicando el viejo lema de: The show must go on, que en el caso del señor Vitalis se convierte en: “¡siempre adelante Remi!”, la compañía continúa su periplo, pero sintiendo cada vez más cerca su final, el señor Vitalis decide transmitir a Remi todo lo que sabe del negocio. Al estilo Jedi, el señor Vitalis enseña a Remi a perfeccionar su desempeño en el arpa y el canto, pero finalmente también muere, no sin antes explicarle a Remi la ruta para regresar a su aldea. Como Obi Wan Kenobi, Kalimán, o algún priísta legendario, el señor Vitalis todavía aparecerá de vez en cuando para gritar su lema: “¡siempre adelante!”. Para entonces Remi y lo que resta de la compañía deben estar lejísimos porque les lleva varios capítulos regresar a pie, cada vez que a Remi se le doblan las piernas escucha: “¡siempre adelante Remi!”. Durante ese trayecto toma las riendas de la compañía, y con el arpa a cuestas se va presentando en las plazas que quedan de paso. Es entonces cuando conoce a Magia, una especie de Huckleberry Finn, que también viaja de polizón en los trenes. Callejero y sinvergüenza, Magia le enseña a Remy a sobrevivir sin derramar tanta lágrima, lo que nos permitió a todos darnos un respiro. Finalmente ambos regresan a la aldea sólo para encontrar con que la madre ya no está ahí, luego de esto, tengo recuerdos borrosos, por alguna razón no recuerdo el final de la serie. Lo que si tengo presente y de ahí parte la referencia que se menciona al principio, es que a pesar de ser un niño francés, Remi, como muchas otras caricaturas de nuestros tiempos y de hoy en día, era dibujado por japoneses, lo que daba como resultado que cada vez que le ocurría una desgracia, cosa que era bastante frecuente, todos los niños podíamos ver en el televisor un ojo descomunal en el cual se formaba una lágrima indecisa y titilante. Otra cosa que recuerdo es que cada vez que finalizaba un capítulo y antes de que la canción optimista hiciera corto circuito con nuestra angustia, aparecían en el cuadro inferior unos signos parecidos a dos letras C y a una V acostada, nunca he sabido que significan, ni los he vuelto a ver en ninguna caricatura japonesa.

Thursday, October 01, 2009

UNA PELICULA MEXICANA DE AVIONES

Anoche estaba yo pensando que el cine mexicano no tiene películas cuyo escenario principal sea un avión, entonces se me ocurrió escribir un argumento que fue el siguiente: abrimos con un plano de establecimiento de un aeropuerto, estamos en una ciudad turística, quizás una ciudad con playa, en la sala de espera hay personas que visten bermudas, gorras y sandalias, algunas jalan maletas, otros más están sentados leyendo revistas. Por los altavoces se da el anuncio de abordar, se forma una fila frente a una de las puertas, las sillas quedan desiertas excepto por un individuo, hacemos un close up, el personaje viste guayabera blanca y parece ocupado haciendo algo con sus manos, su mirada denota determinación, concluye, la cámara toma sus manos y vemos que cierra un maletín. Música de sintetizador: es el malo y algo trama. Cuando están a punto de cerrar el acceso llega apresurado. La señorita de traje sastre le sonríe: “¡justo a tiempo, que tenga buen viaje!”, le dice. El avión no lleva el cupo completo, así que el tipo de guayabera ocupa un asiento solitario al final del pasillo, sin embargo un niño nota en él algo misterioso. Para crear el dramatismo necesario podríamos hacer digresiones que tengan que ver con el personal del avión, podríamos empezar quizás con alguna conversación entre los pilotos: “yo creo que este es mi último vuelo”, “¿y eso, tú?, ¿saliste mal en los exámenes?”, “no, mis exámenes médicos salieron bien, pero los jefes ya no me quieren renovar el contrato, creo que por fin me retiraré a mi vieja casa junto al muelle”, “¡esos aprovechados!”. Corte a: dos azafatas guardando bolsas de café en un compartimento: “en Bolívar hay una casa que tiene unos vestidos de novia preciosos, si quieres yo te acompaño”, la otra azafata sonríe y sale de cuadro. Corte a: la azafata que se va a casar diciéndole a un pasajero: “señor, debe guardar su equipaje de mano en el compartimento”. Corte a: unas manos que sujetan un maletín pequeño, la cámara sube y vemos el rostro del tipo de guayabera, el tipo le sonríe amablemente. Música de sintetizador. “Son mis medicinas, señorita, en seguida las guardo”. “¿Viaja solo?”, le pregunta la azafata. “No, somos tres”, le dice el de guayabera. La azafata le sonríe, “recuerde a sus compañeros utilizar el cinturón durante el despegue”. “No lo necesitan, mis acompañantes son Dios y El Espíritu Santo”, le informa el de guayabera, pero la azafata ya no lo escucha, ha regresado por el pasillo. El avión despega. A continuación dibujaremos entre los pasajeros a nuestros personajes secundarios: la mamá del niño (que lo regaña por estar mirando al señor), una pareja de recién casados que regresan de su luna de miel, un norteamericano de raza negra que ha venido a dar una conferencia sobre sistemas financieros, tres jóvenes que van a la capital a ver el partido de la selección mexicana, un matrimonio maduro que disfruta de su jubilación y un diputado federal que flirtea con la azafata soltera. Nadie sospecha que a bordo del avión viaja un tipo con una bomba. Aquí entra la toma con el avión volando entre las nubes. El tipo de guayabera le hace una seña a la azafata comprometida, le pide que se acerque. “¿Sabe qué día es hoy?”, pregunta, “miércoles”, le responde, “no, qué fecha es hoy”, “nueve de septiembre, señor”, “nueve de septiembre del año dos mil nueve, ¿entiende?”. La azafata lo mira sin dejar de sonreír, el de guayabera se inclina hacia ella como para hacerle una confidencia y abre un poco su maletín, “quiero que demos siete vueltas sobre la ciudad de México”, le dice. La azafata pierde el color pero conserva la calma, “un momento”, le responde, entonces congela la sonrisa, cruza el pasillo en sentido contrario, llega a la puerta de la cabina, apachurra el botón del intercomunicador y dice: “a bordo hay un loco con una bomba”, los pilotos se miran. “Quiere que demos siete vueltas sobre la ciudad de México”. El copiloto se endereza en su silla, se acomoda la diadema y dice: “¿qué?”. El piloto pone en marcha los procedimientos del caso, se comunica con la torre de control y los pone al tanto, la torre de control aplica también los procedimientos. Corte a: el Presidente de la República, seguido por una comitiva y varios reporteros, todos caminan por un pasillo en medio de oficinas, a punto de salir a la calle un tipo de traje los alcanza corriendo. “¡Señor, Presidente!”, le grita. Música de sintetizador. Corte a: la toma del avión volando entre las nubes. Corte a: el interior del avión, donde el niño ha dejado a su mamá durmiendo y se acerca al señor de guayabera, las azafatas ven horrorizadas la escena desde el inicio del pasillo. “¿Qué es eso?”, le dice el niño al tipo de guayabera. “¡Vete con tu mamá, niño!”, le dice el terrorista. “A ver enséñamelo”, “¡que te vayas con tu mamá, niño!”, “¿me lo prestas?”, el niño forcejea con el terrorista, se abre el maletín y podemos ver que se rueda una lata de jugo adornada con foquitos de serie navideña. Aquí hemos llegado al punto climático, así que debemos echar mano de las secuencias paralelas. Se me ocurre por ejemplo empezar con una oficina grande y lujosa. Hay varios tipos de traje y algunos de uniforme militar, todos están de pie rodeando una gran mesa de caoba, intempestivamente se abre la puerta y entran apresurados varios personajes, en medio de ellos viene el Presidente de la República, se detiene, hacemos un acercamiento hasta quedar en primer plano. “¿Cuál es la situación?”, dice. Corte a: interior del edificio de la policía federal, vemos a gente correr, un pelotón pasa revista, en el hangar un jeep sale en reversa, detrás del Jeep aparece un personaje, es el jefe de la policía, hacemos un primer plano vertiginoso hasta su rostro, se acerca un radiotransmisor a la boca, “¡que despeguen los helicópteros!”, ordena. “Es ahora o nunca”, musita. Regresamos al avión, vemos que una de las azafatas corre por el pasillo, abraza al niño y lo regresa a su asiento, su mamá despierta, da las gracias a la azafata y lanza un gruñido: “¡ya te dije que te quedes quieto!”, dice, entonces se acomoda y se vuelve a dormir. Mientras tanto la otra azafata está en el intercomunicador. “¿Por qué quiere que demos siete vueltas?”, le pregunta el piloto. “No sé, solamente me preguntó la fecha y me enseñó la bomba, la trae en un maletín”, le responde. “¿Es árabe?”, le pregunta el copiloto. “Pues, yo creo que sí”, dice la azafata, mirando fijamente hacia el pasillo. En ese momento los tres amigos que van a ver el partido de la selección mexicana, con la intención de ir más cómodos, se cambian de lugar y ocupan asientos cercanos al terrorista, le hacen plática. El terrorista saca algo de su regazo, la azafata soltera cree que es un arma y grita, algunos pasajeros despiertan, es una biblia. La azafata mira a los pasajeros, los pasajeros la miran, ella hace un esfuerzo y les sonríe. Música de sintetizador. Corte a: la oficina lujosa, todos, incluido el Presidente de la República miran el altavoz de un teléfono: “quiere, que el avión dé siete vueltas sobre la Ciudad de México, señor”, es la voz de alguien que está en la torre de control. “¿Sabemos por qué quiere que el avión dé siete vueltas?”, le pregunta el Presidente. “Negativo, el sospechoso se niega a dar más información, estamos revisando la lista de pasajeros, pero al parecer es árabe”, concluye. Todos en la oficina se miran. “Es un símbolo, está en el Corán”, dice uno de los presentes. “Código rojo”, susurra otro vestido de uniforme. Corte a: el avión volando entre las nubes. En el interior las azafatas están paradas junto al intercomunicador. “¿Cómo está la situación allá afuera, está tranquilo, no tiene intención de entrar a la cabina?”, les pregunta el piloto. “Pues ahorita se ven tranquilos, parece que están platicando”, le dice la azafata que salvó al niño. “Cualquier novedad por favor…” empieza a decir el piloto, pero luego se detiene. “¿Cuántos son?”, pregunta. “A mí me dijo que eran tres, pero yo veo a cuatro”, le dice la azafata comprometida. Corte a: el asiento del terrorista, tiene abierta la biblia y lee: “El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo. El hombre que lo descubre lo vuelve a esconder, y de tanta alegría, vende todo lo que tiene para comprar ese campo…”, dos de los amigos lo escuchan aburridos y arrepentidos de haberse cambiado de lugar, el otro duerme ocupando dos asientos. “Me confirman que no tenemos ningún pasajero de nacionalidad árabe”, les dice el piloto a las azafatas, ellas se miran: “pues yo a uno le noté acento como sudamericano”, recuerda una de ellas. Corte a: un puesto de tacos, los taqueros tienen que trabajar rápidamente para surtir las comandas, algunos clientes mastican y otros sostienen su plato vacío en espera de la nueva remesa, un perro se acerca a olisquear un papel, una señora le da una patada lateral sin dejar de ver la pantalla del televisor que está sobre una mesa plegable, el perro chilla pero no se mueve hasta llevarse el papel en el hocico. En la pantalla vemos una cortinilla que dice: “Corte Informativo, Crisis Terrorista en México”, de fondo música marcial de tambores. En seguida entra el conductor de noticias que empieza diciendo: “y estás son las últimas noticias acerca del secuestro del avión de Aerohuitlacoche (por ponerle un nombre), vamos en vivo con nuestro compañero Alan Stavenhagüen que se encuentra en el aeropuerto de la ciudad de México. Aparece Alan Stavenhagüen con un micrófono. Detrás de él podemos notar que pasan filas de hombres armados con uniformes de la policía federal, también vemos pasar vehículos blindados, vehículos de emergencia y pipas de agua. “Qué tal Mauricio, nos encontramos aquí en el aeropuerto de la ciudad de México donde se ha desplegado un impresionante operativo para hacer frente a esta crisis que vive hoy el país, una crisis inédita en la historia de nuestra nación, y según el último reporte de la policía federal se trata de al menos ocho hombres armados con artefactos explosivos, al parecer de nacionalidad colombiana, los que han tomado este avión, te informo que ya se han desplegado en el aeropuerto varias unidades de la fuerza especial de la policía federal, incluso hay dos helicópteros que están en este momento sobrevolando el aeropuerto de la ciudad de México…”, la cámara sube y vemos a los helicópteros. Corte a: otra oficina lujosa donde otro tipo de uniforme militar da instrucciones a sus subalternos: es el jefe de los militares. De pronto, algo llama su atención, es su pantalla, mira el noticiero. La cámara se acerca a su rostro, el uniformado dice en voz baja: “¡qué está haciendo este pelmazo!”, agarra un teléfono marca un número y grita: “¡qué chingados está pasando, qué hacen estos pendejos!”. Corte a: el avión vuela entre las nubes. Junto al intercomunicador, el piloto ha tomado una decisión: “diles que no podemos dar siete vueltas porque no nos alcanza el combustible, que vamos a aterrizar”, la azafata se acerca al tipo de la bomba, le pregunta si está bien, si necesita algo, los dos amigos aprovechan para escapar a sus antiguos asientos, dejando a su compañero, el cual ronca. El terrorista se entera de que el avión aterrizará, hace una petición: quiere hablar con los medios de comunicación, y también con el Presidente. Mientras tanto, en una sala del aeropuerto se encuentra un grupo de personas, algunos visten de traje y otros son policías, por una puerta irrumpe otro grupo, son parte de las fuerzas especiales. El jefe ordena al personal del aeropuerto que despejen la pista de emergencia, dos tipos salen corriendo. “¡Que despejen la pista porque ya viene el avión con los terroristas!”, grita un hombre por un pasillo. Una familia que acaba de llegar de España se paraliza, la madre carga al niño y caminan apresurados. En el avión la pareja de recién casados recibe una llamada, contesta el marido: “¿cuáles terroristas?”, dice. En ese momento la azafata llega sonriendo a pedirle que apague su teléfono, la pareja la mira. Música de sintetizador. Abajo, cerca de la pista, un mar de reporteros, policías, bomberos y personas indeterminadas, esperan ansiosos junto a los vehículos de emergencia, uno de los helicópteros ya aterrizó. Los militares y los de la policía federal discuten. En el puesto de tacos un joven pide cuatro de bistec, “¿qué noticia están pasando en la tele?”, pregunta. “Unos colombianos que secuestraron un avión”, le responde el taquero. “¿Aquí en México?” dice el joven, “¿tú crees?”, le responde el taquero, “¡esos son del cártel!”, dice el joven. Corte a: La Oficina Oval en la Casa Blanca, el Presidente de los Estados Unidos se encuentra revisando unos papeles en su escritorio, se abre la puerta y entran dos tipos de traje escoltados por agentes del servicio secreto. “No son extremistas, señor presidente”, le dice uno de ellos, “son colombianos”. “Yo pienso que son del cártel”, dice el otro. El Presidente de los Estados Unidos los mira. Música de sintetizador. Corte a: la cabina del avión. El piloto apachurra un botón. “Serpa tres dos nueve, Aerohuitlacoche siete dos cuatro a ocho quinientos solicitando autorización”, dice por la radio. Corte a: interior torre de control, un tipo de diadema que está sentado frente a un radar se da la vuelta. “Van a aterrizar”, revela. Todos se miran. Música dramática. “Autorizado Aerohuitlacoche siete dos cuatro”, se escucha en la cabina. El piloto mira al copiloto, acercamiento a primer plano: “que dios nos ayude”, dice. Sigue la música dramática y vemos al Presidente en mangas de camisa de pie junto a la mesa de caoba, vemos al jefe de los militares que viaja en un jeep a toda velocidad, vemos a las azafatas sentadas colocándose el cinturón de seguridad, vemos a un coche de bomberos avanzando por la pista, vemos a los pasajeros, vemos a la mamá regañando al niño, vemos al diputado llevándose a la boca un frasco de antiácido, vemos al avión descendiendo. El avión aterriza, se despliegan los toboganes de emergencia, todo mundo contiene el aliento. Corte a: interior oficina lujosa, el Presidente escucha el altavoz: “no son colombianos, señor presidente, de hecho no es un grupo terrorista, sólo es una persona, un pastor boliviano”. “Y cómo sabemos eso”, le pregunta un colaborador del Presidente. “Porque el piloto ya está hablando con él”, le responde la voz desde el aparato. Música de sintetizador y corte a: El terrorista leyendo: “llegando a Jericó pasaba Jesús por la ciudad. Allí había un hombre llamado Zaqueo, era jefe de los cobradores de impuestos y muy rico…”. El piloto está frente a él, mira de reojo a la azafata comprometida, la azafata tiene un teléfono en la oreja, “está leyendo la biblia” susurra la azafata. La mayoría de los pasajeros no se dan cuenta de la situación y sacan sus equipajes de mano, sólo la pareja de recién casados mira con el rostro desencajado la escena al final del pasillo. “Ya están abajo los medios de comunicación, el presidente viene en camino, el avión está a su disposición, le están cargando combustible. Sólo le pido por favor que deje bajar a las mujeres y a los niños”, le suplica el piloto. El terrorista, rompe su concentración, dice: “Ah, sí, que bajen”, y sigue leyendo: “Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría…”, el piloto hace una seña y la azafata soltera pide a los pasajeros que bajen por los toboganes de emergencia, mujeres y niños primero, luego les da las gracias por viajar en Aerohuitlacoche. Los pasajeros miran por las ventanillas, ven los toboganes, ven los coches de bomberos, ven los coches blindados, ven las ambulancias, ven a los reporteros, ven a los policías agazapados, ven al helicóptero, ven al piloto al final del pasillo, ven al pastor leyendo la biblia, ven a la otra azafata con un celular en la oreja y empiezan a empujarse unos a otros antes de llegar a las escotillas. En el exterior del avión, policías disfrazados de personal de mantenimiento platican a gritos con el copiloto, que asoma medio cuerpo por una de las ventanillas de la cabina: “¿cuántos son?”, “varios”, “¿qué armas traen?”, “bombas”. Los policías federales acordonan la zona cercana al avión, los pasajeros empiezan a bajar por los toboganes, la mitad son recibidos por policías y la mitad por soldados, los que bajaron en el tobogán de los policías son tirados al piso, los que son recibidos por soldados son conducidos hasta un autobús estacionado cerca del avión. Jefes policiacos y militares discuten. Por el tobogán baja la tripulación, los reciben los policías, les ordenan tirarse al piso, pero no hacen caso y corren hasta el autobús. Los que están tirados protestan. En el interior del avión el pastor se ha concentrado tanto en su lectura que no se ha percatado de que el piloto ya se ha ido. Sin embargo quedan seis pasajeros rezagados a bordo, son el hombre jubilado, el norteamericano, el diputado, y los tres amigos que van a ver el partido de la selección mexicana. Corte a: exterior del avión, Alan Stavenhagüen corre delante de la cámara y va diciendo: “¡Van a entrar, Mauricio! ¡Van a tomar por asalto el avión!”, delante de él las fuerzas especiales avanzan rápidamente, suben la escalinata y entran en el avión. Corte a: interior del autobús, el niño juega con algo, la mamá observa lo que tiene en las manos. “¿Qué es eso?”, le pregunta arrebatándole el juguete. “No sé, lo traía el señor que venía atrás de nosotros”, le responde. Vemos la lata de jugo adornada con foquitos navideños. Música de sintetizador. Corte a: Interior del avión, hay alboroto, tropiezos y gritos de pánico, todo proviene de los policías, los pasajeros los miran tranquilos e intrigados. Les ordenan tirarse entre los asientos, los pasajeros obedecen a regañadientes. El Pastor es rodeado por cinco policías, lo miran. El Pastor los mira. “¿Dónde está la bomba?”, pregunta por fin un policía. “¿Ustedes leen la biblia?”, les contesta el pastor. “¡Tranquilo, sólo queremos saber dónde está la bomba!” “No hay bomba, eran latas de jugo, nomás que les puse unas lucecitas ahí en la sala de espera”, les dice el Pastor. Saca su maletín, lo abre. Los policías se tiran al piso, uno se levanta, ve dos latas de jugo con lucecitas. “¿Quiénes son tus cómplices”?, le pregunta el comandante de los policías recobrando la compostura. Detrás de él, otro policía empuja fuera de los asientos al diputado federal que viste camisa floreada y tiene pinta de colombiano. El diputado protesta, va a decir algo y lo callan. Corte a: Alan Stavenhagüen, que dice: “en este momento, Mauricio, están bajando a los terroristas, los están bajando del avión, aquí los podemos ver…”, la cámara hace un zoom y vemos caminando en fila y esposados a los tres amigos, al norteamericano, al jubilado, al diputado federal y al pastor boliviano. “Al parecer el sujeto que viene al final es el que traía la bomba…”. Los sospechosos son llevados hasta a un autobús de la policía. Conservando la formación los paran en el costado que da hacia la pista, frente a ellos pasan dos uniformados jalados por perros pastor alemán, la cámara del noticiero los sigue, se detienen a un costado del avión, junto a un montón de maletas. Los perros olfatean, al llegar a una maleta chillan y ladran. “Parece que los perros han encontrado algo en el equipaje de los pasajeros, Mauricio…”, dice Stavenhagüen. La maleta tiene bajado un cierre, se asoma un salchichón, un perro lo jala con el hocico y se lo come. Uno de los uniformados mira una etiqueta en la maleta, dice: JFK - New York, luego nota algo raro, es un estuche, hace una seña y se retira. A continuación entra un personaje vestido con overol, guantes y escafandra, es del escuadrón antibombas. Saca el estuche con cuidado y lo coloca en la pista, lejos del avión, lentamente empieza a abrir el estuche. El jefe militar y el jefe de la policía dejan de pelear, Alan Stavenhagüen aprieta el micrófono, una mujer sentada en el piso se lleva las manos a la boca, soldados y policías se paralizan: todos miran. De pronto: un estallido, todo mundo se estremece, algunos cierran los ojos, cuando los abren, el de la escafandra sigue abriendo el estuche, todos miran hacia el avión, un policía que seguía bajando el equipaje ha dejado caer una maleta, se disculpa levantando el pulgar. “¡Qué nadie se mueva!”, grita el jefe de la policía. El estuche guarda un artefacto desconocido. La cámara del noticiero hace un zoom al artefacto, el de la escafandra se acerca, lo empuja con un palito y sale corriendo, no pasa nada. El de la escafandra regresa, acechando como un felino, acerca su palito, da otro empujón y sale corriendo, no pasa nada. El norteamericano alcanza a ver todo, “no, no, it´s my hard disk”, grita, los policías lo callan. El de la escafandra empuja más fuerte con el palito, nada. El conductor del noticiero manda a comerciales. Los clientes del puesto de tacos lanzan imprecaciones por el corte. Al regresar vemos a Stavenhagüen: “Mauricio, el personal del escuadrón antibombas no quiere correr más riesgos y han decidido hacer estallar el artefacto…”, la cámara panea y vemos que el de la escafandra coloca un paquete junto al disco duro del norteamericano. Luego se aleja desenrollando un cable. Corte a: la parte lateral del autobús de la policía, close up a: cara de angustia del norteamericano. Corte a: manos enguantadas que apachurran un botón. Corte a: la cara del norteamericano. “¡Oh, my god! ¡My master degree!”, dice. Corte a: el disco duro volando en pedazos, todo lo anterior puede ir en cámara lenta. Música de victoria. Corte a: interior de la torre de control, todos se abrazan. Sigue la música de victoria. Corte a: El Presidente de la República dando un apretón de manos al jefe de la policía. Música de victoria. Corte a: el Presidente de los Estados Unidos felicitando vía telefónica al Presidente de la República, igual: música de victoria. Corte a: el piloto que camina seguido por las cámaras de televisión hacia el presidente de Aerohuitlacoche, el cual lo espera con un contrato en la mano. Música de victoria. Corte a: interior del autobús de los pasajeros, se abrazan unos a otros. Corte a: los siete sospechosos subiendo al autobús de la policía federal, todos lucen abatidos menos el pastor boliviano que saluda a los periodistas con una sonrisa lejana. Música de victoria. Corte a: interior del hangar de la policía federal. Es la conferencia de prensa. Policías federales con el rostro cubierto, presentan al terrorista, que ya sabemos, es un pastor boliviano. Frente a él, en una mesa, están asegurados su maletín y su biblia. “Por qué secuestró el avión”, le preguntan. Un policía le pasa un micrófono. “Sí, gracias”, le dice amablemente el Pastor. “Mire, hoy es nueve de septiembre del año dos mil nueve, ¿entiende?”, silencio. “Nueve, nueve, nueve”, aclara el Pastor. Flashes de cámaras y silencio. “Si pone de cabeza estos números, nos da el número seis, seis, seis, que está señalado en las escrituras cómo el día de la bestia, una fecha nefasta para este país”, concluye el pastor. “¿Y por qué secuestró el avión?”, pregunta de nuevo el periodista. Al llegar a este punto me encuentro en un dilema: ¿por qué un pastor boliviano secuestraría un avión? Podría ser para anunciar que tuvo una visión divina acerca de la inminencia de un terremoto de proporciones bíblicas, o quizás para llamar la atención de los medios y poder advertir al presidente de un atentado, o posiblemente para conminarnos a llevar una vida más espiritual, o nomás podría ser un desequilibrado mental, y cómo estás cuatro salidas no se contraponen probemos usarlas todas. Digamos que nuestro personaje primero anuncia un terremoto, luego advierte de un atentado contra el presidente, después nos invita a que nos acerquemos más a dios y por la noche, durante el noticiero, descubrimos que se han encontrado antiguos videos de él disparando un arma arriba de una canoa, disparándole a una moneda tirado de panza, y otros donde canta alabanzas religiosas acompañado por un grupo norteño. Por último lo vemos cantando en el interior de la camioneta de la policía federal antes de salir rumbo al penal. El problema con este argumento es que, como ya se habrán dado cuenta, está basado en algo muy conocido, que es el cine gringo de terroristas y aviones, esto es una fórmula probada en Hollywood, sin embargo, ya que la intención es la de hacer una película mexicana, la trama debe transcurrir en México y por lo tanto estar hasta cierto punto desligada de los atavismos del cine gringo, como habrán notado no hay un héroe ni tampoco una bomba. Lo anterior trae una consecuencia funesta: la cosa se queda en un híbrido sin pies ni cabeza. Al releerlo me doy cuenta de que los personajes que de inicio me parecían cercanos y creíbles, puestos en este escenario me parecen caricaturescos, lo que resta verosimilitud a la historia, en lugar de suspenso y drama parece haber humor involuntario, y por supuesto nadie creería que algo así pudiera suceder en nuestro país. Pero quizás haya una manera de remediar la situación, y esa es de plano asumir el argumento dentro de los terrenos de la comedia, la cosa podría terminar con el piloto y el jefe de la policía en el noticiero de Mauricio y Alan Stavenhagüen describiendo parte de la estrategia conjunta utilizada para hacer frente a la crisis, al mismo tiempo, en el noticiero de la cadena televisiva rival, el jefe de la torre de control y el jefe de los militares narran situaciones que contradicen por completo las versiones del otro noticiero. Podríamos meter también, usando el tono documental, una entrevista donde el diputado federal se queja del trato que sufrió y de que le robaron su sombrero. Y como epílogo: plano general de tres hombres en la mesa de un bar de mala muerte. “Vamos a cancelar el atentado contra el presidente, ¡no sé cómo se enteró ese pastor boliviano!”, dice uno. “Y qué vamos a hacer ahora, jefe”, le pregunta otro. “Nos regresamos a Colombia y desmantelamos el cártel, espero que todavía esté en venta esa tienda de abarrotes”. Los tres hombres se quedan pensativos. Corte a: un grupo norteño que se sube a una tarima, empiezan a tocar, entra al escenario el pastor boliviano, el público lo ovaciona, en la toma abierta descubrimos que el público son reos y el escenario está en una cárcel. “Yo era un drogadicto, el peor de los criminales, pero encontré la luz…” empieza a cantar el pastor, el publico grita emocionado. Fade Out a: créditos. Happy Ending.

LA PUERTA MISTERIOSA

El otro día iba yo a comprar una Coca Cola para desayunar, cuando unos metros antes de llegar a la tienda vi una hoja de papel pegada en la puerta de una casa, la hoja tenía un mensaje, sin detenerme pensé en un aviso: “Se venden hielitos de arroz con leche, toque por favor”, o en un recado: “Salimos a Pachuca, en cuanto regresemos paso a pagar los abonos”. Cuando venía de regreso noté que la casa tenía en su fachada un clavo, del cual pendían encendidos tres focos, uno rojo y dos azules. Me detuve a leer el papel y decía lo siguiente: “Los topógrafos que se perdieron en Villa Vieja no eran topógrafos de lo contrario no se hubieran perdido”, y más abajo: “La zapatería cerró por las orgías, tiene 4 años que cerró”. Me terminé los huevos con jamón y seguía pensando en esos pobres topógrafos, me los imaginaba caminando por un terraplén con el sol a plomo y recriminándose mutuamente: “te dije que esos lugareños no eran de confianza”, “¡pero si fuiste tú el que les pidió aventón!” O bien diciendo: “¡yo lo que ya no aguanto es la cruda!”. Después pensé que efectivamente no eran topógrafos ni se habían perdido, entonces los vi en una cantina, estaban felices, contaban dinero y uno le decía al otro: “¿ahora qué pueblo sigue?” La medida me pareció bastante inteligente, porque sinceramente a mí antes me llegaban dos tipos de botas antiderrapantes, con dos rollos de hilo y un tripié y les pagaba por adelantado sin pedir las acreditaciones. Lo que me sí me tenía intrigado era el segundo mensaje, de primera mano parecía un reproche, posiblemente antes eso era una zapatería en bonanza hasta que al dueño se le ocurrió contratar a una dependienta, la cual resultó ser una ninfómana que organizaba reuniones cada vez que el dueño salía. Pero ¿cómo se dieron cuenta que ahí se organizaban orgías? ¿Quién se dio cuenta? ¿El dueño? Supongo que no hubiera cerrado la zapatería sino corrido a la ninfómana, en caso de que fuera religioso, o quizás no era religioso y simplemente lo que le dio coraje es nunca haber sido invitado a las orgías, esto tampoco explica el cierre, entonces ¿quién fue el culpable de cerrar la zapatería? ¿Los vecinos? “¡Nuestra colonia era muy tranquila hasta que abrió esa zapatería, ahora no se puede ni salir a la calle!”, comentarían las señoras en los puestos de fritangas. O quizás tendría que ver con algún policía infiltrado, lo cual ya es ir muy lejos porque en este país los policías infiltrados no cierran negocios turbios sin antes explotarlos el mayor número de años posible, o sea que en este caso el resultado habría sido una nueva cadena de zapaterías clandestinas. Ya entrados en este tipo de suposiciones podría ser también todo lo contrario, es decir, que el dueño fuera un cínico: la zapatería cerró hace cuatro años porque no era negocio y en lugar de eso ahora aquí se hacen orgías. La tesis anterior embonaría mejor con la última parte del mensaje, porque yo nunca he visto en la fachada de un negocio un letrero que diga: ¡cerramos hace cuatro años!, esto sería una información a destiempo y por lo tanto inútil, en cambio si alguien lleva cuatro años organizando orgías debe ser un verdadero profesional. A la hora de la comida decidí ir otra vez a la tienda, me llevé una sorpresa, había nuevos mensajes: “Martha y Lucía vendieron su globo rojo, cuando el sendero es fuerte no se los enseñes”, y más abajo: “Si vas a salir al zócalo el día de Santa Eufrosina, ten cuidado con el pasto”, los foquitos parpadeaban, yo me sentí en el Oráculo de Delfos. Por la noche salí con mi mujer a comer hamburguesas y no resistí las ganas de preguntar acerca de la puerta misteriosa. La señora sonrió y nos contó la historia de un señor un esquizofrénico, “a veces sale a pasear desnudo por la calle, pero no es agresivo”, nos dijo y cambió de tema. ¡Claro!, eso lo explicaba todo. La siguiente vez que vi a la señora de las hamburguesas le pregunté quienes eran Martha y Lucía, y ella respondió: unas niñas que vivían antes por aquí. Ahora lo que necesito es un calendario con santoral, mientras tanto si tengo que pasar por el zócalo procuro no acercarme a las jardineras.