Reparadores de cosas
Reparar cosas ha caído en desuso, la
industria de lo desechable abarca ya desde los enseres domésticos hasta la fabricación
de autos. El afilador de cuchillos que anteriormente daba colorido a las calles
con su silbato, es hoy un personaje tan mitológico como el unicornio. Si algo
se descompone se reemplaza, una computadora, una mochila, una
relación amorosa, etc. Sin embargo hay gente que aún se llega a encariñar con
sus cosas y las lleva a reparar.
Desgraciadamente yo soy una de esas personas.
Por supuesto la miseria ejerció un papel importante en esta condición, pero
además está el hecho de que me cuesta un enorme trabajo elegir a la hora de
comprar, lo que me gusta ya no se vende y cuando se vende no tengo dinero, así
que termino gastando mis pesos en cosas etéreas y remendando lo que traigo
puesto. Con esta intención tomé unas botas que tenían la suela gastada y las
llevé al taller de reparación de calzado. Una vez ahí me dijeron que podían
hacer el trabajo pero la dejarían con otro tipo de tacón. Como me gustan los
tacones de mis botas decidí probar suerte en los demás talleres que había en la
calle. En el segundo negocio me dijeron que podían fabricar una suela y un
tacón del mismo tipo en madera, pero me costaría el doble. En el tercero me
dijeron que sí podían hacerlo y poner el mismo tipo de tacón sin costo extra ni
fabricación especial. Cómo sé que a veces suceden malos entendidos le repetí a
la esposa del maestro reparador lo que me había dicho, pero a modo de pregunta:
“¿Pueden poner el mismo tipo de tacón que trae la bota…etc.?” Me contestó que
sí, que regresara el martes. Dejé el anticipo y regresé el martes. “No están
listas sus botas porque no había del mismo tacón”. Me dijo la señora y me
enseñó mis botas sin suelas. “Pero podemos ponerle estas”. Entonces me mostró
las mismas suelas que me habían ofrecido en el primer taller con los mismos
tacones que no me gustaban. Pensé en hacer lo que dicta el sentido común en
este país y aceptar con resignación las suelas y tacones deformes. Pero un
espíritu combativo se apoderó de mí y exigí una explicación de lo sucedido. “No
había tacones como esos”, me repitió.
-Pero yo le pregunté
si había y usted me dijo que sí.
-¡Y yo cómo voy
a saber si hay!
- ¡Porque es su
trabajo, oiga!
Estuvimos un rato discutiendo quién
había tenido la culpa hasta que llegó un joven ayudante y dijo: “le podemos
hacer una suela y un tacón en madera igual al que trae, pero le va a costar más
caro”. Cómo ya había dejado la mitad del dinero como anticipo y yo no sé poner
suelas, acepté. Me salió más caro que en el segundo taller. Al salir de ahí
todavía pude escuchar la indignación del maestro reparador: “¡Dile que si no le
gusta le ponemos de nuevo la suela que traía y asunto arreglado!”
El segundo ejemplo de las penurias
de llevar a reparar cosas me pasó cuando me di cuenta de que un eliminador de
corriente de un aparato que uso se había estropeado. Debo decir que ya se había
estropeado antes y que cuando fui a comprar uno nuevo no lo tenían, por lo que
me ofrecieron soldarlo. Lo hicieron y funcionó por dos años. Pues lo volví a
llevar al mismo lugar con la intención de que lo soldaran otra vez. Lo soldaron
e incluso sustituyeron el tubito de la conexión con uno plastificado para
protegerlo de nuevos percances. Llegué muy contento a casa, conecté el
eliminador al enchufe y cuando quise conectar el cable al aparato la conexión
no entró. El calibre de la nueva conexión era más grueso.
Por último llevé a reparar mis gafas
oscuras modelo aviador que compré hace más de diez años. Son imitación de una
marca muy famosa y me costaron lo que valen un par de refrescos, pero me
gustan. Se les había desprendido una patita que yo traía conmigo, sólo faltaba
el tornillo. Sin embargo para el taller de óptica ponérsela era una tarea casi
imposible por varias razones. La primera es que se le tenían que cambiar a
fuerzas las patitas, la segunda es que ya no había de esas patitas y había que
traer unas similares de la capital, y la tercera es que no sabían qué tipo de
resultado se iba a obtener con eso ni tenían referencias de las patitas que
iban a mandar traer. Además iban a salir tan caras como el viaje a la capital
más el costo de las patitas y la mano de obra. Guardé mis gafas en la mochila y
me olvidé de ellas hasta un día en que en la calle Madero, a unos pasos de la Plaza de
la Constitución, un tipo gritó que se reparaban lentes. Le dije que yo tenía
unos que quería reparar. Se acercó mirando a todos lados como si hubiera yo
dicho que quería comprarle metanfetaminas y me condujo rápidamente al interior
de un edificio, una vez ahí y mientras esperábamos al elevador le mostré mis
gafas y le pregunté si tenían de ese tipo de patitas. Me dijo que sí. Subimos,
llegamos a una óptica llena de gente, le explicó al técnico en qué consistía el
trabajo y luego salió apresuradamente del cuarto. Me acerqué al mostrador y
pregunté si tenían las patitas de ese modelo, me dijeron que sí. Esperé en un
sillón, me llamaron, me dieron mis lentes con unas patitas distintas, pagué,
recogí mis gafas y mis patitas usadas, guardé todo en la mochila y salí de ahí.