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Saturday, December 19, 2015

Reparadores de cosas

           Reparar cosas ha caído en desuso, la industria de lo desechable abarca ya desde los enseres domésticos hasta la fabricación de autos. El afilador de cuchillos que anteriormente daba colorido a las calles con su silbato, es hoy un personaje tan mitológico como el unicornio. Si algo se descompone se reemplaza, una computadora, una mochila, una relación amorosa, etc. Sin embargo hay gente que aún se llega a encariñar con sus cosas y las lleva a reparar. 
          Desgraciadamente yo soy una de esas personas. Por supuesto la miseria ejerció un papel importante en esta condición, pero además está el hecho de que me cuesta un enorme trabajo elegir a la hora de comprar, lo que me gusta ya no se vende y cuando se vende no tengo dinero, así que termino gastando mis pesos en cosas etéreas y remendando lo que traigo puesto. Con esta intención tomé unas botas que tenían la suela gastada y las llevé al taller de reparación de calzado. Una vez ahí me dijeron que podían hacer el trabajo pero la dejarían con otro tipo de tacón. Como me gustan los tacones de mis botas decidí probar suerte en los demás talleres que había en la calle. En el segundo negocio me dijeron que podían fabricar una suela y un tacón del mismo tipo en madera, pero me costaría el doble. En el tercero me dijeron que sí podían hacerlo y poner el mismo tipo de tacón sin costo extra ni fabricación especial. Cómo sé que a veces suceden malos entendidos le repetí a la esposa del maestro reparador lo que me había dicho, pero a modo de pregunta: “¿Pueden poner el mismo tipo de tacón que trae la bota…etc.?” Me contestó que sí, que regresara el martes. Dejé el anticipo y regresé el martes. “No están listas sus botas porque no había del mismo tacón”. Me dijo la señora y me enseñó mis botas sin suelas. “Pero podemos ponerle estas”. Entonces me mostró las mismas suelas que me habían ofrecido en el primer taller con los mismos tacones que no me gustaban. Pensé en hacer lo que dicta el sentido común en este país y aceptar con resignación las suelas y tacones deformes. Pero un espíritu combativo se apoderó de mí y exigí una explicación de lo sucedido. “No había tacones como esos”, me repitió.
-Pero yo le pregunté si había y usted me dijo que sí.
-¡Y yo cómo voy a saber si hay!
- ¡Porque es su trabajo, oiga!
            Estuvimos un rato discutiendo quién había tenido la culpa hasta que llegó un joven ayudante y dijo: “le podemos hacer una suela y un tacón en madera igual al que trae, pero le va a costar más caro”. Cómo ya había dejado la mitad del dinero como anticipo y yo no sé poner suelas, acepté. Me salió más caro que en el segundo taller. Al salir de ahí todavía pude escuchar la indignación del maestro reparador: “¡Dile que si no le gusta le ponemos de nuevo la suela que traía y asunto arreglado!”
            El segundo ejemplo de las penurias de llevar a reparar cosas me pasó cuando me di cuenta de que un eliminador de corriente de un aparato que uso se había estropeado. Debo decir que ya se había estropeado antes y que cuando fui a comprar uno nuevo no lo tenían, por lo que me ofrecieron soldarlo. Lo hicieron y funcionó por dos años. Pues lo volví a llevar al mismo lugar con la intención de que lo soldaran otra vez. Lo soldaron e incluso sustituyeron el tubito de la conexión con uno plastificado para protegerlo de nuevos percances. Llegué muy contento a casa, conecté el eliminador al enchufe y cuando quise conectar el cable al aparato la conexión no entró. El calibre de la nueva conexión era más grueso.

            Por último llevé a reparar mis gafas oscuras modelo aviador que compré hace más de diez años. Son imitación de una marca muy famosa y me costaron lo que valen un par de refrescos, pero me gustan. Se les había desprendido una patita que yo traía conmigo, sólo faltaba el tornillo. Sin embargo para el taller de óptica ponérsela era una tarea casi imposible por varias razones. La primera es que se le tenían que cambiar a fuerzas las patitas, la segunda es que ya no había de esas patitas y había que traer unas similares de la capital, y la tercera es que no sabían qué tipo de resultado se iba a obtener con eso ni tenían referencias de las patitas que iban a mandar traer. Además iban a salir tan caras como el viaje a la capital más el costo de las patitas y la mano de obra. Guardé mis gafas en la mochila y me olvidé de ellas hasta un día en que en la calle Madero, a unos pasos de la Plaza de la Constitución, un tipo gritó que se reparaban lentes. Le dije que yo tenía unos que quería reparar. Se acercó mirando a todos lados como si hubiera yo dicho que quería comprarle metanfetaminas y me condujo rápidamente al interior de un edificio, una vez ahí y mientras esperábamos al elevador le mostré mis gafas y le pregunté si tenían de ese tipo de patitas. Me dijo que sí. Subimos, llegamos a una óptica llena de gente, le explicó al técnico en qué consistía el trabajo y luego salió apresuradamente del cuarto. Me acerqué al mostrador y pregunté si tenían las patitas de ese modelo, me dijeron que sí. Esperé en un sillón, me llamaron, me dieron mis lentes con unas patitas distintas, pagué, recogí mis gafas y mis patitas usadas, guardé todo en la mochila y salí de ahí.

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